viernes, 10 de septiembre de 2010

Rédön-dêl...

En Denerim, la capital de Ferelden, no es fácil sobrevivir para un elfo, se nos mira diferente, somos esa minoría aplastada, pisada, oprimida, repudiada,... que tiene que luchar todos los días para salir adelante confinados en su "gheto" o "elfería". Derrotados siempre en el campo de batalla hemos sabido tejer una gran tela de araña que abarca todos los estamentos de la ciudad y que asegura nuestra supervivencia, comerciantes, mercaderes, campesinos, nobles,... No hay trato, acuerdo, contrato o transacción económica de dudosa legalidad en el que no haya uno de los míos de por medio y yo hubiera entrado en ese remolino que nos atrapa a todos los míos de no ser por mi madre, Syríana.

Mi nombre era Blithilin, ahora es Rédön-dêl, hijo de Aaronêl, hermano pequeño de Álindor,... Y ser el segundo hijo marcó definitivamente mi vida. Mientras la educación de mi hermano corría a cargo de mi padre, fue mi madre la que me adiestró en el "arte" de la vida y me enseñó un mundo muy distinto al que debería haber conocido, me alejó de malas influencias y sacó de mí un don, una destreza con el arco fuera de lo común que me ha permitido ganar el sustento cobrándome pequeñas piezas de caza (la caza mayor solo está permitida para la nobleza) y mantenerme así lejos de los "oscuros asuntos" familiares.
Hasta aquel fatídico día, Aaronêl y Álindor habían ido a casa de un reputado mercader, el asunto que allí les había llevado no es de mi incumbencia y tampoco hice preguntas, pero algo salió mal... Para cuando me avisaron mi padre y mi hermano ya estaban acorralados por los guardias del mercader; sólo hice lo que tenía que hacer y lo que mejor sabía hacer. 
Ahora nuestras cabezas tienen precio y he tenido que dejar atrás lo que más quiero, mi camino ha tomado un rumbo inesperado y después de vagar unos meses por montes y bosques esperando que las aguas se apacigüen he decidido acercarme a una pequeña población llamada Ostläger. Acabo de cazar dos pequeñas piezas y es día de feria, a ver si consigo un buen precio, una cama caliente y un buen baño...

jueves, 9 de septiembre de 2010

Hernando de Zúñiga...

...fué el nombre que mi padre tuvo a bien en ponerme. Con el tiempo y tras descubrir hechos que relataré más adelante mi nombre cambió a Felipe, para siempre. Felipe, por el nombre que mi criado, un pobre impero que según creíamos mi padre y yo tenía su mente más tiempo entretenida con las leyendas y los cuentos populares que con su trabajo diario de albañil, herrero, mula de carga y, en definitiva, todo aquello que hiciera falta en el dia a dia en lo que yo, por aquellos tiempos hoy ya tan lejanos, llamaba hogar.
La Mansión de Monterrey (la Casona, como era conocida en el pueblo) había sido un símbolo del "buen hacer" para las gentes de mi pueblo natal desde mucho antes de nacer yo. Los Zúñiga (mis ancestros) se habían labrado una importante fortuna (y su consabida reputación) en tiempos muy anteriores a los de mi nacimiento. La otrora conocida "Compañía Comercial Talesia", que tanto poder tuvo antes de la "Rebelión de los Gremios" perteneció (al menos en una parte bastante importante) a Ernesto de Zúñiga, mi tatarabuelo. La Casona fué comprada o construída por el (esto es algo que nadie sabe con certeza), aunque fué patrimonio de mi familia desde hace unos 180 años, por lo menos. Según se encuentra todavía grabado en la gran puerta de hierro que recibe al visitante ocasional "Un refugio para un corazón viajero". Mi tatarabuelo la utilizaba para dar fastuosas fiestas que llegaban a durar hasta tres y cuatro dias, donde todo aquel que era importante en el Golfo de Talos tenía obligada asistencia.
Entre este lujo y boato se crió toda mi familia. O debería decir casi toda, ya que mi padre, Fernando Zúñiga, abandonó el hogar familiar a la tierna edad de 15 años, huyendo amparado por las sombras de la noche, con Renny, la hija del ama de llaves. Según he podido saber (por otras lenguas, ya que mi padre nunca habla de sus andanzas en este  período de su vida, que se alargó en el tiempo hasta haber cumplido los 41, cuando la muerte de mi abuelo Fermín lo trajo de nuevo para tomar posesión de lo que quedaba del capital familiar.
La riqueza de los Zúñiga no es sinó la sombra del legado de mi tatarabuelo Ernesto por sucesos que han de ser bien conocidos por vuesas mercedes: Las guerras entre Oerg y el Imperio y el tratado de Ultramar, por el que se prohibe el libre comercio con los países exteriores al propio Imperio y la obligación de pagar aranceles por todas aquellas mercancías que intentes transportar dentro de sus aguas territoriales y sus terrenos mismos fueron un fastidio para el negocio familiar.
Bien, pero estábamos hablando de mi padre, Don Fernando, nombre por el cual tanto vuesas mercedes como yo lo hemos tratado siempre. Tras su vuelta de "quiensabedonde", mi padre se casó (según el mismo dijo) en primeras nupcias con Doña Irene, mi madre. Su idílio no fué muy largo, puesto que tras su vuelta en solo tres meses llegaron a enamorarse, casarse, irse a vivir juntos y, por supuesto, concebirme, aunque no creo que fuese en ese orden.
Mi madre, la débil Doña Irene, murió siendo yo todavía muy jóven (tal vez 4 o 5 años) y no recuerdo de ella sinó trazos, pequeños matices que no hacen sinó dañarme en lo más profundo de mi alma. Recuerdo sus cabellos, largos y oscuros como las noches invernales y su lánguido rostro, blanco como los cristales en una fria mañana. Aún así, puedo recordar una amplia sonrisa, que podía iluminar la mas oscura de las noches y alegrar incluso aquellas pesadumbres banales que nos asaltan cuando somos tan pequeños. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la cama sumida en una extraña dolencia que no alcanzo a entender, mientras que mi padre se encerraba en la oscura Torre de Poniente de la Casona y no se dejaba ver en días. En ocasiones, la señorita Hermínia (ama de llaves de la Casona que, al igual que la casa misma, tenía una edad completamente indefinida) bajaba gritando las escaleras que daban a la torre con los platos de varios desayunos, comidas y cenas que se amontonaban a la puerta de la biblioteca de mi padre y que él, por lo que parecía, no había ni tocado.  Tal era la devoción de mi padre por sus estudios que la noche en la cual mi madre falleció, apareció en el cementerio familiar bien caída ya la tarde, cuando casi todos nos disponíamos a volver a casa. Recuerdo el rostro de mi tio Norberto tras coger a mi padre por un brazo y hablar con el sin dirigirle una palabra. Mi padre apartó de un empellón al hermano de mi madre y se arrodilló a orar por la Balanza ante la tumba de su esposa.
Podría decir que aquella fue la última vez que vi a mi Padre, aunque mentiría, pero no se crean vuesas mercedes que andaría muy desencaminado. Si mi padre había estado ausente de mi vida en los años anteriores al pasamiento de mi madre, la situación empeoró tras aquel trágico suceso. Podíamos verlo una vez al mes de paseo por nuestra hacienda y las mas de las veces escucharlo cabalgar por la noche, como si se viese llevado por una gran prisa o tal vez una furia desmedida por aquel penar en lo que se había convertido la vida de los Zúñiga.
Respecto a mi educación, corría casi toda por parte de la señorita Hermínia y de Paulo, un maestro (o como el mismo se definía "un mercenario del saber") que pasaba tres dias en nuestra casa amargándome la existencia con sumas y prosas que poco o ningún provecho había de traer para un alma tan inquieta como la mía. Los mejores dias, eran sin dudarlo los sábados, los lunes y los martes, dias en los que me internaba en el bosque con Felipe (nuestro guardés) y me contaba extrañas leyendas de más allá de nuestro Cardial. Historias de la Balanza, de la creación del mundo y de muchas cosas. Entre las cosas que más me divertían era subir al Cerro de la Quijada de Burro, un pequeño bosquecillo propiedad de mi familia donde Felipe me enseñaba los nombres de las cosas. Como crecían las plantas, cuales de ellas eran beneficiosas para el hombre y cuales no, los nombres auténticos de cada cosa (que según el, otorgaban el poder sobre aquella cosa) y muchas cosas mas. Entre esas cosas estaba la esgrima. Según Felipe, la esgrima era como las matemáticas, una ciencia exacta y conociéndo ciertos valores del arte de tu enemigo podrías averiguar las incógnitas que necesitabas...Donde abriría la guardia, donde y cuando fingir doblegamiento y cuando lanzar ataques a fondo. Con aquellas prácticas crecí durante toda mi vida con una única intención, derrotar a Felipe aunque solo fuese una sola vez. Ni que decir tiene que eso todavía hoy deberá esperar, puesto que ni el mayor de los héroes de los que hayan oido hablar vuesas mercedes tendría la mitad de la habilidad necesaria con la espada para derrotar a mi buen Felipe.
El tiempo fué pasando y mi juventud avanzó entre clases de esgrima rural, historias de monstruos y leyendas de ultramar, mientras mi padre continuaba absorto en sus quehaceres.
Con la llegada de mis 16 años, acompañé a Felipe hasta el golfo de Talos, donde visitamos de soslayo parte de las propiedades de la família. Fué allí, durante una divertida noche en la que Felipe y yo bebimos más vino de la cuenta, el que hasta ahora simple hombre del campo abrió su corazón y me contó aquellas cosas que yo había llegado a suponer, pero de las cuales no habría tenído ninguna certeza: quien era en realidad, cual era su nombre y cual había sido su trabajo durante toda la vida, el cual no era otro que aquel en el que ahora ocupo mis dias: Cazador de Brujas.
<Continuará>